Me despierta un golpe. El tren está detenido. En medio del pasillo, un joven subido en una escalera está intentando fijar lo que parece ser un péndulo al techo del vagón.
—¿Está usted bien? Parece que hubiera visto un fantasma —me pregunta el caballero sentado a mi lado.
—¿Qué hace? ¿Por qué no arrancamos?
—¿Quién? —señalo al equilibrista que ha estado a punto de pegarse un batacazo.
—El péndulo debe estar bien sujeto antes de ponernos en marcha —me contesta con retintín, como quien responde a algo demasiado obvio. Empiezo a sentirme algo incómoda…
—Pero… ¿para qué lo está colgando?
—Para hallar la aceleración constante a la que arrancará el tren a través de la desviación del péndulo… para qué va a ser…
—¿Por qué? ¿El maquinista la desconoce?
Me mira asqueado al tiempo que los pasajeros del vagón dedican un caluroso aplauso al Colgador de péndulos que ha conseguido concluir su arriesgada misión sin partirse la crisma.
Empezamos a avanzar, algunas personas se acercan al péndulo, ya desviado, para medir su distancia respecto al suelo. Dictan números que el resto apunta en sus libretas cuadriculadas. Me invade la angustia, no pueden estar todos mal de la chaveta. Intento distraerme mirando el paisaje.
Se escucha un sonido y, al rato, anuncian por megafonía: «Queridos pasajeros, estamos viajando a una velocidad constante de 100 km/h, sin viento apreciable y la nota emitida por el silbato ha sido de una frecuencia de 300 Hz. Deben calcular qué frecuencia ha percibido una persona sentada en el bar de la estación que hemos dejado atrás».
Mi compañero se percata de mi cara de consternación.
—Lo sé, se han olvidado de decirnos la temperatura para saber la velocidad del sonido que tenemos que tomar.
De nuevo por megafonía: «Disculpen, consideren una temperatura de 20 ºC»
Mi interlocutor sonríe satisfecho.
—¿No hace los cálculos?
—¿Para qué? ¿Me van a dar un caramelo?
—No, la merienda —responde tajante—. ¿Es la primera vez que viaja en tren? Mi hermano también estaba muy alterado durante su primer trayecto.
—No me lo diga, son gemelos y ahora mismo está en una nave espacial.
—¿Cómo lo ha sabido? —exclama maravillado.
Me siento desfallecer. Me recuesto en la ventana al tiempo que aparecen por la puerta tres chicas. Dos de ellas llevan un espejo, la tercera, una linterna.
—Relatividad —me explica.
El tren comienza a acelerar. Está claro, moriré en un puñetero manicomio rodante…
***
Me despierta una voz electrónica: «Próxima parada: Sevilla Santa Justa»
Sonrío aliviada. Recojo las cosas y me despido del pasajero de mi lado.
—Buenas noches, ha sido una pena que se perdiese el cálculo relativista.
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Este relato participa en la iniciativa de @Divagacionistas con «trenes» como tema principal.
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