Tardé media vida en descubrir a qué quería dedicar la otra mitad.
Corría el año 1903 cuando decidí romper mi rutina diaria durante unos meses. No iba a abandonar mi labor de ayuda comunitaria, ni las clases de catequesis que impartía en la escuela dominical de la parroquia, pero las compaginaría con la asistencia a un cursillo de extensión universitaria para adultos sobre astronomía que daba la Universidad de Oxford.
Desde pequeña me habían atraído la astronomía y las matemáticas. Estas últimas pude aprenderlas de forma autodidacta leyendo los libros que les tomaba prestados a mis hermanos. Por lo que se refiere a la astronomía, las tareas domésticas junto con mis otros compromisos con la comunidad hicieron que, con los años, el interés se fuese desvaneciendo y no llegasen a convertirse en una verdadera afición. Aquel curso era mi oportunidad de recuperar y satisfacer el amor que había sentido por la materia. Estaba emocionada.
Joseph Alfred Hardcastle, el profesor, contaba con un talento especial para transmitirnos su pasión por la astronomía, era un excelente orador. Cada clase era una nueva aventura, un viaje al universo. Todo lo que aprendía me resultaba fascinante. Sentía que había pasado 45 años encerrada en un mundo demasiado pequeño, que me había acostumbrado a ser otra persona. Entre aquellas cuatro paredes me había vuelto a encontrar. Había descubierto que vivía en un lugar asombroso de belleza abrumadora. Deseaba pasar el resto de mi vida conociéndolo. Era consciente de que mi pobre formación científica dificultaba el sueño de dedicarme a la astronomía, pero no iba a rendirme antes de empezar. Me sinceraría con el profesor Hardcastle. Él podría indicarme si había alguna posibilidad de hacer realidad mi propósito.
Recuerdo aquella tarde, la intranquilidad, los nervios. Las palabras cordiales y esperanzadoras del astrónomo, el calor en mis mejillas. Finalmente, la ausencia de estudios no sería un impedimento. Existía un importante proyecto del astrónomo aficionado Samuel A. Sander en el que podía colaborar: cartografiaría la Luna.
Aquella noche la contemplé de otra forma. Aquel satélite seductor y hermoso que tantas veces había iluminado mi oscuridad era mi puerta al futuro.

Cráter Blagg, nombrado en reconocimiento a la labor de Mary Adela Blagg
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Este relato participa en la iniciativa de @Divagacionistas con «la Luna» como tema principal y está basado en la biografía de Mary Adela Blagg, quien sentó las bases del sistema de nomenclatura lunar que emplea hoy en día la Unión Astronómica Internacional.
Cómo siempre precioso relato.
Me recuerda a como me empezó a gustar a mi la ciencia.
Fue mirando a través de un telescopio la belleza de la luna.
Ese fue mi primer paso para conocer nebulosas, ondas gravitacionales y recordar leyes (como las de Newton) que tenía olvidadas.
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Qué bonita historia real Esteban. Ese momento en el que te das cuenta de la belleza del universo y quieres conocerlo mejor.
Un besazo
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Pingback: Anna Connelly en ‘Crecer soñando ciencia’ | Los Mundos de Brana
Buenas tardes Laura, me gustaría contactar contigo para estudiar la posibilidad de dar una charla en La Casa de la Ciencia de Sevilla sobre mujeres astrónomas o algún tema relacionado.
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