
¿Por qué libros publicados
esconden alguna errata
si se revisan con mimo
por concienzudas miradas?
Tras varias noches en vela
consultando con la almohada
me dispuse a hallar respuestas
y al alba emprendí mi marcha.
Viajé a través de los tiempos
consultando obras pasadas
y en páginas del medievo [1]
di, por fin, en la diana.
Tractatus de Penitencia [2]
fue mi primera parada.
Allí escribió Juan de Gales
cuál podía ser la causa.
No era que la oscuridad
durante largas jornadas
condujese a los copistas
a cometer varias faltas.
Tampoco el tedio influía
en la omisión de palabras,
ni en las lagunas del texto
que estos se despistaran.

El culpable del desastre
de las obras acabadas
era un demonio burlón
que con la lengua jugaba.
En un tratado del XV [3],
él mismo se presentaba,
explicando a los lectores
detalles de sus hazañas.
«Mi nombre es Titivillus
y errores llevo a la espalda
que susurro a los copistas
que prestos caen en la trampa».
Su reputación creció
con la gesta más sonada,
consiguiendo que una Biblia [4]
al adulterio invitara.
En épocas posteriores [5]
su presencia fue olvidada
y así, con más libertad
continuó con sus andanzas.
Hoy en día su labor
de error humano es tachada
o asociada al corrector
si de las redes se trata.
Siendo ya conocedores
del espíritu que engaña
no culpéis a la editora
cuando encontréis una falta.
Recordad a Titivillus
artífice de la errata.

[1] El problema de la fiabilidad de los libros de la Edad Media no se limita a los errores por omisión o erratas ortotipográficas cometidas por los copistas “como resultado de la intervención de Titivillus”. Una de las causas más problemáticas es que, en ocasiones, si los copistas estaban formados en la temática del libro que estaban copiando, añadían comentarios propios. En un principio los anotaban en los márgenes o en el mismo párrafo entre corchetes, pero muchas copias después, se hacía muy difícil discernir si el comentario era de un copista o del autor original. En la mayoría de los casos estos comentarios eran irrelevantes, pero, en otros, podían alterar el sentido del texto. Siendo conscientes los medievales de la existencia de este problema, a partir del s. XII empezaron a emplear copistas analfabetos, que, como podréis imaginar, eran las víctimas perfectas de nuestro temido Titivillus que podía colarles muchos más errores sin que se dieran cuenta.
[2] La primera vez que «el demonio de la bolsa» apareció con su nombre, Titivillus, fue en la obra del franciscano y doctor en Teología Johanne Guallensis (John of Wales o Juan de Gales, siglo XIII), Tractatus de Penitentia (1285). En ella podemos leer: «Fragmina verborum Titivillus colligit horum / Quibus die mille vicibus sí sarcinat ille».
[3] Se trata del tratado devocional inglés anónimo The Myroure Of Oure Ladye. En él Titivillus se presenta a sí mismo: «Mi nombre es Tytyvyllus…» y habla de cómo comente* errores comiéndose sílabas y palabras enteras.
*comete: Participación de Titivillus en la entrada.
[4] Nos referimos a la llamada Biblia maldita cuya historia es la siguiente: corría el siglo XVII cuando Carlos I de Inglaterra encargó la edición de una Biblia a los impresores reales Robert Baker y Martin Lucas. Cuando está estuvo lista y, tal y como era previsible, se vendía muy bien se percataron de que uno de los mandamientos, concretamente el sexto, había experimentado una ligera variación y decía: «Cometerás actos impuros». Nuestro demonio canalla había conseguido su máxima proeza: invitar a los lectores al desenfreno sexual y, en consecuencia, a ir al infierno de cabeza. Quienes no necesitaron morir para vivir un infierno fueron los pobres editores que cargaron con las culpas del error. El rey, presionado por el arzobispo de Canterbury George Abbot les retiró la licencia para imprimir libros y les impuso una multa de 300 libras. Eso llevó a la quiebra a Barker, quien fue encarcelado en 1635 por la ingente cantidad de dinero que debía y pasó los siguientes 10 años entrando y saliendo de prisión. Así, hasta que murió entre rejas en 1645.
[5] Según Margaret Jennins y otros autores, cuando William Shakespeare lo mencionó en Noche de Reyes y en Enrique IV era casi un desconocido y es probable que el público no supiese a quién se refería.